La libertad es nada más, y nada
menos, que el resultado del respeto irrestricto al orden natural. Es la
aceptación de que ese orden es inalterable, y que de él devienen los únicos
derechos que deben ser protegidos, los derechos inalienables (la vida, la
libertad y la autonomía de cada ser humano).
Cuando este concepto es alterado
o ignorado, los verdaderos derechos son cedidos en pos de falsos derechos. Se
ceden la vida, la libertad y la búsqueda de la propia felicidad. Los administradores
de nuestros derechos pasan a ser los burócratas de turno, quienes enquistados
en el poder, generan una red cada vez más grande de cómplices, a quienes llaman
asesores, ministros, funcionarios, etc.
En pocas palabras, la alteración
del concepto de derecho, es una amputación de las características más humanas.
Esto, a su vez, genera en el ser humano una serie de comportamientos propios de
quienes luchan por sobrevivir en un ámbito dónde la vida no tiene valor. La
desconfianza, el engaño, la mentira, la ignorancia pasan a ser protagonistas en
la lucha por la supervivencia.
El caso de la sociedad argentina
forma parte de esta descripción. Las excepciones a la regla existen, pero son
cada vez menos. Una de las tantas muestras que avalan esta conclusión se pudo
ver en la marcha denominada “13 N”, dónde ciudadanos convocados,
principalmente, por medio de las redes sociales, han decidido manifestar su
preocupación frente al atropello diario que se sufre desde los poderes
gubernamentales.
El análisis posterior a la
protesta se enfocó en la cantidad de manifestantes. El punto de comparación
para determinar lo “mucho” o “poco” de la convocatoria, fueron marchas
anteriores. Esta, ciertamente, no fue la que más ha convocado. Según se estima,
en total, sumando los diferentes puntos de encuentro de los manifestantes,
habrían asistido alrededor de cincuenta mil personas.
Lo llamativo del empeño por
descalificar a la convocatoria a la manifestación no fue la descalificación en
sí misma, sino quienes la han emitido.
Es propio de regímenes opresores
poseer medios que trabajan como voceros, y que tienen como línea fundamental,
la desacreditación constante a quienes levanten la voz para defenderse de la
opresión. Esto no es novedad alguna.
Sin embargo, esta vez, no sólo en
quienes operan y trabajan de oficialistas se ha visto el espíritu destructor,
sino también en muchos grupos e individuos que forman parte de la corriente
ciudadana opositora al régimen.
Los celos, los insultos, la
descalificación y la chicana estuvieron a la orden del día. La búsqueda del
culpable del “fracaso”, y cierto grado de satisfacción casi inocultable ante la
supuesta “poca” participación en la marcha, formaron parte del debate posterior
al “13N”.
Estos personajes se han aliado
inconscientemente a su mayor destructor y han inaugurado la etapa del suicidio
final de la sociedad. Consideran el número de manifestantes lo importante,
cuando lo realmente importante es el mensaje. Son esos que, con palabras
propias de la épica, reclaman en sus redes sociales que “nadie hace nada”, pero
se enceguecen de resquemor cuando
alguien si lo hace. Son quienes exigen respeto a través del insulto. Son
quienes acusan de cómplice a aquel que con lo único que tuvo (una fibra, una
cartulina y sus músculos) marchó con un cartel en sus manos pidiendo respeto a
la Constitución, mientras ellos vociferan slogans que siguen engordando la
chances de los aspirantes a dictadores. Son quienes piden sumar, pero restan.
Esto, no es producto de las malas
intenciones, esto es producto de la gran enfermedad que acosa a las sociedades
que se han olvidado de pensar, y han delegado su intelectualidad, su vida, el
respeto a sí mismos y a los demás, a parásitos rentados.
El estilo chicanero, envidioso,
destructivo para enfrentar cuestiones menores entre quienes debieran ser
aliados frente a los temas mayores, acuciantes e indelegables; es propio de una
sociedad que se disoció, que se quebró, que se mimetizó con el espíritu anti
humano del socialismo.
La enfermedad argentina no tiene
que ver con los límites geográficos, ni con la herencia sanguínea, tiene que
ver con los síntomas propios de este sistema populista que desconoce
la naturaleza humana, y que por lo tanto, la socava y destruye, transformándola
en falta de intelectualidad, falta de
conciencia ante el peligro y falta de
respeto.
Muchos dirán que se trata de
cansancio moral. Esto es mucho más. Es mucho peor. Es la desaparición de la
principal brújula que guía hacia el progreso, los parámetros morales; y es imposible cansarse de lo que no se posee.
Es agotamiento de quienes quieren el mal, pero también de quienes quieren el
bien. Es cansancio de aquellos que dicen saberlo todo, pero también de quienes
si lo saben. Es la fatiga de la tiranía, pero también de la república. Es la pretensión
de sabiduría exaltando la ignorancia. Es la falta de distinción entre la buena
y la mala fe. Es buscar sobrevivir comportándose como un suicida.
La crítica y el debate son la
base de una sociedad sana, incluso el conflicto; pero hay distinciones que
dividen las características de la discusión en comunidades con y sin libertad.
Es propio de una sociedad libre
debatir las ideas, y es propio del fascismo debatir a las personas. Es propio
de las sociedades libres exigir coherencia, es propio del fundamentalismo
totalitario exigir infalibilidad a los seres humanos. Es propio de la libertad una ciudadanía de
adultos, es propio de los totalitarismos una masa de adolescentes de todas las
edades.
La chicana no es una idea, es
sólo eso, una chicana. Los celos no son una declaración de principios, son sólo
eso, celos. Cincuenta mil personas, son sólo eso, un grupo de personas. El
reclamo por la falta de libertad, la corrupción incesante y la desaparición del
respeto a la Constitución, es eso, un reclamo; pero un reclamo de verdades, que
no dejan de ser verídicas porque quienes las reclamen sean cincuenta mil, dos
mil o absolutamente nadie. Y el valor, es sólo eso, valor, pero es lo que se
necesita para construir, para decir las verdades y para resistir.
Virginia Tuckey.-
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