Recorrer la historia de la República Argentina es un viaje
que lleva directamente a la conclusión de que la mediocridad es hija legítima
de la corrupción. Nada es tan evidente en la Argentina del siglo XXI como la
mediocridad y, por supuesto, la exaltación de la misma.
A este mal puerto no hemos llegado de casualidad, ni
siquiera es el lugar dónde la nación se ha iniciado. El espíritu que ha dado
forma a nuestra República ha sido el de los derechos individuales, el del
desarrollo, la educación, la cultura del trabajo; en definitiva, el espíritu virtuoso
liberal.
Hace cien años, la frase que admite que las “comparaciones
son odiosas” no aplicaba al lado argentino. Era nuestra la posición del buen
ejemplo. Esto, en el siglo que nos cobija, ya es parte del olvido, al igual que
muchas características de aquella Argentina que todavía habita en la mente de
muchos extranjeros y de nostálgicos compatriotas, pero no de la realidad.
La educación, el desarrollo, las instituciones, las ideas de
avanzada ya no son parte de nuestro orgullo, son sólo parte de un recuerdo
lejano y de una preocupación actual permanente. Argentina ha entrado al siglo
XXI del lado odioso de las comparaciones y ha sido por propio gusto. El olvido
de algunos, la comodidad de otros, y sobre todo, la absurda moderación ante los
atropellos más viles, han dejado un legado de tierra arrasada.
Este panorama de retroceso y de triunfo del corrupto sobre
el íntegro, ha tenido una negativa influencia en el espíritu de un inmenso
número de personas rectas y honradas. El exceso de realidad que entorpece la
esperanza, desemboca irremediablemente en la idea que la mediocridad es
absoluta, que los corruptos han ganado para siempre y que a los rectos y justos
sólo les toca el camino de la sumisión o el exilio. Estos son los aires de
derrota que se han impregnado en muchos argentinos de bien.
Observar la realidad con desilusión y preocupación no es ser
pesimista, sino objetivo. Sin embargo, también es parte de esa objetividad,
destacar que en este contexto absurdo aun quedan, como si fuese un tesoro por
descubrir, un gran número de seres humanos que representan la reserva moral
necesaria para el cambio.
Vale advertir, que no sólo es necesario contar con
ciudadanos de valores insobornables, sino también con una organización de los
mismos desde dónde puedan coordinar y dar fuerza a sus ideas, costumbres y ganas de
cambio.
Afortunadamente, entre este grupo de ciudadanos, hay un
sector específico que cuenta con las características y la estructura necesarias
para levantar, nuevamente, la Argentina del progreso. Me refiero al sector
agropecuario.
En el campo argentino, no sólo encontramos la exaltación de
la cultura del trabajo, sino también la preservación de las tradiciones más características
de nuestra nación. El valor absoluto de la palabra como contrato inviolable, la
condena social a quien lo viole, un espíritu único de fortaleza ante las
adversidades, el don de la bondad y la generosidad propios de quienes piensan
en grande y la valoración que se merece la formación y la educación.
Esto, que podría sonar como una exageración, es simplemente
un resumen de las características más comunes del productor agropecuario
argentino. Solo una síntesis de un pequeño grupo que contiene en su interior,
no sólo valores, sino una organización, que si fuera apartada de todo lo que
los rodea, podría considerarse la organización de un Estado libre y virtuoso.
El campo, por su
distribución territorial y organización gremial es federal, ellos generan el
respaldo al peso argentino, generan además su propia infraestructura para poder
abastecerse no sólo de agua, sino para abrir camino al transporte de su
producción, y generar la energía necesaria para poner en funcionamiento los
campos.
El productor argentino, a pesar del saqueo impositivo que
sufre y el descrédito que la propaganda falaz le ha atribuido, es el único que
aun nos posiciona del lado de las comparaciones virtuosas y no de las odiosas. Es
quien compite mano a mano con las potencias mundiales, quien aprende de ellos, pero también enseña a
los productores del primer mundo a aplicar tecnologías que han sido desarrolladas
con gran éxito en suelo argentino.
Todo esto sucede porque el campo argentino es una potencia
en sí mismo. Lo es a pesar del contexto
de latrocinio que se les impone por la fuerza desde un Estado depredador. ¿Se
han preguntado alguna vez cómo sería, entonces, si el contexto fuera regido por
las reglas claras que no invaliden ni relativicen el concepto de propiedad, de
libertad y de la autodeterminación de los individuos? Si hoy es potencia, ¿qué lugar
ocuparía si la presión que los limita desapareciera? La respuesta la da la
realidad; sería el granero, el ganadero, el sojero, el ejemplo del mundo.
Los objetivos son alcanzables y el cambio es posible; es el
sector agropecuario el único que tiene la capacidad de lograr una transformación
que nos devuelva a las raíces de nuestra nación. Para que la transformación
comience, es necesario que quienes no pertenecen al sector, pero pertenezcan al
grupo de argentinos de bien que quieren recuperar la República, se acerquen a
las instituciones rurales, y que desde estos organismos abran las puertas a
quienes quieren ser parte de la transformación.
Los cambios trascendentales que han dado la bienvenida a un
mundo más libre, jamás han venido de la mano de mayorías masificadas y
alienadas, sino de hombres éticos y de valor que han sabido ser libres,
incluso, cuando las cadenas más les pesaban.
Virginia Tuckey ©
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